Las hojas sonaban. Cantaban con el viento mientras todo estaba cálidamente iluminado.
El cerró su libro y lo puso sobre su pecho. La hamaca se movía al compás del viento. El pronto notó que estaba atardeciendo.
Pensó que quizás sería una buena idea pasar a verla.
Creyó que sería una linda sorpresa. A ella le gustaban las sorpresas y no creía que hubiera otra cosa más bella en el mundo
que verla sonreír.
Pensó que en el camino compraría flores. En realidad no sabía cuales preferiría, pero no importaba. La idea era sorprenderla.

El levantó el libro e intentó retomar su lectura. La hamaca seguía su ritmo imperturbable. Leía Rayuela y después de un momento no pudo evitar
encontrar alguna semejanza entre La Maga y ella.
Al dejar nuevamente el libro en su pecho, su reloj cayó al suelo y se destrozó.
El sólo sonrió. Pensó que ahora el tiempo no era necesario. Que había tiempo para todo... y si no alcanzaba a hacerlo era porque no debía ser.
Pensó que el tiempo era algo ajeno a él. Ajeno a ambos. Pensó que ella seguiría siendo la mujer que el conoció.
Una hoja cayó sobre su cabeza. El sonrió. Pensó que
quizás podría regalársela. Pensó que sería algo especial. Algo que la sorprendería.
Intentó levantarse y lo logró con dificultad. Las lesiones del accidente fueron muy profundas. Ahora ve la hamaca y piensa que siempre las ha conciderado como un placer inevitable. Levantó su libro y tomó unas muletas que tenía a un costado apoyadas en el suelo y
con eso sintió que, finalmente, había despertado.

Pensó que ya era un poco tarde. Que quizás no podría ir a verla
y entregarle la hoja que le regaló el árbol. Pensó que quizás no podría contarle que tiene ganas de verla sólo una vez más.

Su celular sonó. Era su padre.
Dijo que pasaría a buscarlo para que la fueran a ver
porque, pese a todo, el cementerio no estaba
habilitado para minusvalidos.